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lunes, 22 de febrero de 2016

Alocución Tra le visite, S.S. Pío XII

Alocución Tra le visite, a la Federación Nacional Italiana de Asociaciones de Familias Numerosas, 20 enero 1958.

[1.–] Entre las visitas más gratas a Nuestro corazón contamos ésta vuestra, queridos hijos e hijas, dirigentes y representantes de las Asociaciones de Familias Numerosas de Roma e Italia.
Os es conocida en efecto, la viva solicitud que sentimos hacia la familia, por lo que no dejamos pasar ocasión para ilustrar la dignidad de aquélla en sus múltiples aspectos, para afirmar y defender sus derechos, inculcar sus deberes, haciendo de dicho tema un punto orientador de enseñanza pastoral. Por esta misma preocupación hacia la familia accedemos de buen ánimo, cuando las ocupaciones de Nuestro oficio no se interponen, a conversar, aunque sea por breves instantes, con los grupos familiares que se reúnen en Nuestra morada, y también, cuando el caso se presenta, de dejarnos fotografiar en medio de ellos, para perpetuar de algún modo el recuerdo de Nuestra alegría y de la suya. ¡El Papa en medio de una familia! ¿Acaso no es éste un puesto que le va bien? ¿No es él mismo, con significado altamente espiritual, padre de la familia humana regenerada en Cristo y en la Iglesia? ¿No se realiza a través de él, Vicario de Cristo sobre la tierra, el admirable designio de la sabiduría creadora, que ha ordenado toda paternidad humana para preparar la escogida familia de los cielos, donde el amor de Dios, uno y trino, la abrazará en un único y eterno abrazo, dándosele, Él mismo, en beatificante herencia?
[2.–] Pero vosotros no representáis solamente a la familia, sois, más bien, y representáis a las familias numerosas, es decir, a las más bendecidas por Dios, predilectas y estimadas por la Iglesia como preciosísimos tesoros. Pues de ellas recibe más abiertamente un triple testimonio que, a la vez que confirma ante los ojos del mundo la verdad de su doctrina y la rectitud de su práctica, redunda, por fuerza del ejemplo en gran provecho de todas las demás familias y de la misma sociedad civil. Porque donde se encuentran con frecuencia, las familias numerosas atestiguan la salud física y moral del pueblo cristiano –la fe viva en Dios y la confianza en su providencia–, la santidad fecunda y alegre del matrimonio católico.
[3.–] 1. Entre las aberraciones más peligrosas y dañinas de la paganizante sociedad moderna debe contarse la opinión de algunos que se atreven a definir la fecundidad de los matrimonios como una “enfermedad social”, de la que las naciones, que por ella se ven afectadas, deberían esforzarse por sanar con todos los medios. De ahí la propaganda del llamado “control racional de los nacimientos”, promovido por personas y por entidades a veces dignas por otros títulos, pero en esto reprobables por desgracia. Mas si es doloroso poner de relieve la difusión de tales doctrinas y prácticas incluso en las clases tradicionalmente sanas, es, sin embargo, confortante notar en vuestra patria los síntomas y los hechos de una sana reacción tanto en el campo jurídico como médico. Como es sabido, la vigente Constitución de la República Italiana, para no citar más que esta sola fuente, concede en su artículo 31 una “particular atención a las familias numerosas”, mientras que la doctrina más corriente de los médicos italianos se pronuncia cada vez más en contra de las prácticas que limitan los nacimientos. No por ello ha de estimarse desaparecido el peligro y destruidos los prejuicios que tienden a someter el matrimonio y sus sabias normas a los culpables egoísmos individuales y sociales. Ha de deplorarse particularmente esa prensa que de vez en cuando vuelve sobre el tema con manifiesto propósito de sembrar confusión en las ideas del buen pueblo y de inducirlo a error con falaces documentos con discutibles “encuestas” e incluso con falseadas declaraciones de tal o cual eclesiático. Por la parte católica es preciso insistir para difundir la persuasión, fundada en la verdad, de que la salud física y moral de la familia y de la sociedad se tutela tan sólo con la obediencia generosa a las leyes de la Naturaleza, o sea del Creador, y, ante todo, albergando hacia ellas un sagrado e íntimo respeto. Todo depende en esta materia de la intención. Se podrán multiplicar las leyes y agravar las penas, demostrar con pruebas irrefutables la estulticia de las teorías limitativas y de los daños que de su práctica se derivan; pero si falta el sincero propósito de dejar al Creador cumplir libremente su obra, el egoísmo humano sabrá siempre encontrar nuevos sofismas y pretextos para hacer callar, si fuese posible, a la conciencia y perpetuar los abusos. Ahora bien, el valor del testimonio de los padres de familias numerosas no sólo consiste en rechazar sin ambages y con la fuerza de los hechos todo compromiso intencional entre la ley de Dios y el egoísmo humano, sino en la prontitud para aceptar con alegría y reconocimiento los inestimables dones de Dios que son los hijos, y en el número que Le agrade. Tal disposición de ánimo, a la vez que libera a los esposos de intolerables pesadillas y remordimientos, pone, a juicio de autorizados médicos, las premisas psíquicas más favorables para un sano desarrollo de los frutos propios del matrimonio, evitando, en el origen mismo de las nuevas vidas, aquellas turbaciones y angustias que se convierten en taras físicas y psíquicas, así en la madre como en la prole. Prescindiendo, en efecto, de casos excepcionales, sobre los que tuvimos otras veces ocasión de hablar, la ley de la naturaleza es esencialmente armonía, y, por lo tanto, no crea disturbios ni contradicciones, si no es en la medida en que su curso viene perturbado por circunstancias generalmente anormales o por la resistencia de la voluntad humana. No hay eugenesia que sepa actuar mejor que la naturaleza, y es buena sólo aquélla que respeta sus leyes tras de haberlas profundamente conocido, si bien en algunos casos de sujetos tarados sea aconsejable disuadirles de contraer matrimonio (1). Por lo demás, siempre y en todas partes el buen sentido popular ha visto en las familias numerosas la señal, la prueba y la fuente de salud física, mientras que la historia no yerra cuando pone en la inobservancia de las leyes del matrimonio y de la procreación la causa primera de la decadencia de los pueblos.
[4.–] Las familias numerosas, lejos de ser la “enfermedad social”, son la garantía de la salud de un pueblo, física y moral. En los hogares, donde hay siempre una cuna que llora, florecen espontáneamente las virtudes, a la par que se destierra el vicio, casi barrido por la niñez que allí se renueva como aura nueva y salutífera de primavera.
[5.–] Tomen, pues, ejemplo de vosotros los pusilánimes y los egoístas. La patria os debe gratitud y predilección por tantos sacrificios como abrazáis al sostener y educar a sus ciudadanos; como merecéis la gratitud de la Iglesia, que puede, por medio de vosotros y con vosotros, presentar a la acción santificante del Divino Espíritu grupos de almas cada vez más sanos y numerosos.
[6.–] 2. En el mundo civil moderno, la familia numerosa es, generalmente, claro testimonio de la fe cristiana vivida, puesto que el egoísmo, del que hablábamos ahora mismo como máximo obstáculo a la expansión del núcleo familiar, no puede válidamente vencerse si no es recurriendo a los principios ético-religiosos. Recientemente también se ha visto cómo la llamada “política demográfica” no obtiene notables resultados, ya porque sobre el egoísmo colectivo, del que ella es a menudo expresión, prevalece casi siempre el individual, ya porque las intenciones y los métodos de aquella política envilecen la dignidad de la familia y de las personas, parangonándolas casi con especies inferiores. Sólo la luz divina y eterna del cristianismo ilumina y vivifica la familia, de tal modo que ya en el origen, ya en el desarrollo, la familia numerosa es a menudo tomada como sinónimo de familia cristiana. El respeto de las leyes divinas le ha dado la exuberancia de la vida; la fe en Dios procura a los padres el vigor necesario para afrontar los sacrificios y las renuncias que exige el mantenimiento de la prole; los principios cristianos guían y facilitan el arduo trabajo de la educación; el espíritu cristiano del amor vela sobre el orden y sobre la tranquilidad, a la vez que comunica, casi desarrollándolos de la naturaleza, los íntimos gozos familiares, comunes a los padres, a los hijos, a los hermanos.
[7.–] Aun exteriormente, una familia numerosa bien ordenada es casi un santuario visible; el sacramento del bautismo no es para ella un suceso excepcional, sino que renueva diversas veces la alegría y la gracia del Señor. No ha terminado todavía la serie de viajes festivos a la fuente bautismal, cuando ya se inicia la otra serie, luminosa y de igual candor, de la confirmación y de las primeras comuniones. Apenas el más pequeño de los hermanos ha dejado el vestidito blanco entre los más queridos recuerdos de su vida, y he aquí que florece el primer velo nupcial, que reúne a los pies del altar a padres, hijos y nuevos parientes. Seguirán, como renovadas primaveras, otros matrimonios, otros bautismos, otras primeras comuniones, perpetuando, por así decirlo, en la casa las visitas de Dios y de su gracia.
[8.–] Pero Dios visita también a las familias numerosas con su Providencia, de la que los padres, especialmente pobres, dan abierto testimonio poniendo en ella toda su confianza cuando no basta la humana industria. ¡Confianza bien fundada y no vana! La Providencia –para expresarnos con conceptos y palabras humanos– no es propiamente el conjunto de actos excepcionales de la divina clemencia, sino el resultado ordinario de la acción armoniosa de la infinita sabiduría, bondad y omnipotencia del Creador. Dios no niega los medios para vivir a quien llama a la vida. El Divino Maestro ha enseñado explícitamente que la vida vale más que el alimento, y el cuerpo, más que el vestido2. Si algún episodio, pequeño o grande, parece a veces probar lo contrario, es señal de que algún impedimento ha sido opuesto por el hombre a la ejecución del orden divino, o bien, en casos excepcionales, prevalecen superiores razones de bondad; la Providencia es una realidad, una necesidad de Dios Creador. Sin duda, no de la desarmonía o inercia de la Providencia, sino del desorden del hombre –en particular del egoísmo y de la avaricia–, ha nacido y se mantiene todavía insoluble, el llamado problema de la superpoblación de la tierra, en parte realmente existente, en parte irracionalmente temido como inminente catástrofe por la sociedad moderna. Con el progreso de la técnica, con la facilidad de los transportes, con las nuevas fuentes de energía, cuyos frutos apenas se han comenzado a recoger, la tierra puede prometer prosperidad a todos aquéllos a quienes acogerá, todavía por mucho tiempo.
[9.–] En cuanto al futuro, ¿quién puede prever qué otros nuevos e impensados recursos encierra nuestro planeta y qué sorpresas, fuera de él, contienen quizá los admirables descubrimientos de la ciencia, apenas iniciados ahora? ¿Y quién puede asegurar en lo futuro un ritmo procreativo natural, igual al presente? ¿Es acaso imposible la intervención de una intrínseca ley moderadora de la expansión? La Providencia se ha reservado el futuro destino del mundo. Entre tanto, es de notar el hecho de que, mientras la ciencia convierte en útiles realidades lo que en tiempos pasados se consideraba fruto de exuberantes fantasías, el temor de algunos transforma las fundadas esperanzas de prosperidad en espectros de catástrofe. La superpoblación no es, pues, una razón válida para difundir las prácticas ilícitas del “control” de los nacimientos, sino el pretexto para legitimar la avaricia y el egoísmo, tanto de las naciones que en la expansión de las otras ven un peligro para la propia hegemonía política y el descenso del tenor de vida, como de los individuos, especialmente de los más dotados de medios de fortuna, que prefieren el más amplio gozo de los bienes terrenos al orgullo y al mérito de suscitar nuevas vidas. Se llega así a quebrantar las leyes ciertas del Creador con pretexto de corregir los errores imaginarios de su Providencia. Sería, por lo contrario, más razonable y útil que la sociedad moderna se aplicase más resuelta y universalmente a corregir la conducta propia, removiendo las causas del hambre en las “zonas deprimidas” o superpobladas mediante un más activo uso, con fines de paz, de los modernos descubrimientos, con una más abierta política de colaboración y de intercambio, con una economía de más largo alcance y menos nacionalismo; sobre todo, reaccionando contra las sugestiones del egoísmo mediante la caridad, contra la avaricia mediante la aplicación más concreta de la justicia. Dios no pedirá cuenta a los hombres del destino general de la humanidad, que es de su competencia; pero sí de cada uno de los actos por aquellos queridos en conformidad o con desprecio de los dictados de la conciencia.
[10.–] En cuanto a vosotros, padres e hijos de familias numerosas, continuad prestando con serena firmeza vuestro testimonio de confianza en la divina Providencia, seguros de que no os faltará, en compensación, la prueba de su diaria asistencia, y, si fuese necesario, con extraordinarias intervenciones, de las que muchos de vosotros tienen una feliz experiencia.
[11.–] 3. Y ahora, algunas consideraciones sobre el tercer testimonio, apropiadas para alentar a los temerosos y acrecentar en vosotros el ánimo. Las familias numerosas son las “parcelas” más espléndidas del jardín de la Iglesia, en las cuales, como en su terreno favorable, florece la alegría y madura la santidad. Todo núcleo familiar, incluso el más reducido, es en las intenciones de Dios un oasis de serenidad espiritual. Pero hay una profunda diferencia: donde el número de los hijos no pasa apenas de uno, aquella íntima serenidad, que tiene valor de vida, encierra en sí algo de melancolía y de palidez; es de más breve duración, acaso más incierta, a menudo ofuscada por temores y por secretos remordimientos. Diversa, es en cambio, la serenidad de espíritu en los padres rodeados por una vigorosa floración de vidas jóvenes. El gozo, fruto de la sobreabundante bendición de Dios, irrumpe con mil expresiones, con estable y segura duración. Sobre la frente de estos padres y madres, aunque cargada de preocupaciones, no hay rastro de aquella sombra interior reveladora de angustias de conciencia o del temor de una irreparable vuelta a la soledad. Su juventud no parece marchitarse, mientras dura en la casa el aroma de las cunas, mientras las paredes domésticas reflejan las voces argentinas de los hijos y de los nietos. Las multiplicadas fatigas, los redoblados sacrificios, las renuncias a costosas diversiones son ampliamente compensadas, incluso aquí abajo, por la abundancia inagotable de afectos y de dulces esperanzas que asedian sus corazones, sin por ello oprimirlos ni cansarlos. Y las esperanzas se hacen pronto realidad. Desde el momento en que la mayorcita de las hijas comienza a prestar a la madre su ayuda en atender al benjamín; desde el día en que el primogénito entra por primera vez en la casa gozoso con su primer jornal. Aquel día será bendecido de modo particular por los padres, que ya ven alejado del espectro de una posible vejez escuálida y asegurado el premio a sus sacrificios. Los numerosos hermanos, a su vez, ignoran el tedio de la soledad y el disgusto de verse obligados a vivir entre los mayores. Es verdad que su numerosa compañía puede a veces transformarse en fastidiosa vivacidad y sus disensiones en pasajeras tempestades; sin embargo, cuando éstas son superficiales y de breve duración, concurren eficazmente a la formación del carácter. Los niños de familias numerosas se educan como por sí solos en la vigilancia y en la responsabilidad de sus actos, en mutuo respeto y ayuda, en ánimo abierto a la generosidad. La familia les es el pequeño mundo de prueba antes de enfrentarse con el mundo exterior, más arduo y preocupante.
[12.–] Todos estos bienes y ventajas asumen mayor consistencia, intensidad y fecundidad, cuando la familia numerosa pone como fundamento propio y norma suyos el espíritu sobrenatural del Evangelio, que todo lo trashumana y eterniza. En estos casos, a los ordinarios dones de providencia, de alegría, de paz, añade a menudo Dios, como la experiencia demuestra, las llamadas de predilección, es decir, las vocaciones al sacerdocio, a la perfección religiosa y a la misma santidad. Muchas veces, y no sin razón, se ha querido destacar la prerrogativa de las familias numerosas en ser cuna de santos; se citan, entre otras muchas, la de San Luis, rey de Francia, compuesta de diez hijos; la de Santa Catalina de Siena, de veinticinco; la de San Roberto Belarmino, de doce; la de San Pío X, de diez. Toda vocación es un secreto de la Providencia: pero, por lo que concierne a los padres, de estos hechos se puede concluir que el número de los hijos no impide su egregia y perfecta educación; que el número, en esta materia, no va en demérito de la calidad ni en los valores físicos ni en los espirituales.
[13.–] Por último, una palabra para vosotros dirigentes representantes de las Asociaciones de Familias Numerosas en Roma y en Italia. Procurad imprimir un dinamismo cada vez más vigilante y activo a la acción que os proponéis desplegar en provecho de la dignidad de las familias numerosas y de su protección económica. Para el primer objetivo, conformaos a los dictámenes de la Iglesia; para el segundo, es preciso sacudir de su letargo a aquella parte de la sociedad todavía no abierta a los deberes sociales. La Providencia es una verdad y una realidad divina que, sin embargo, se complace en servirse de la colaboración humana. De ordinario, aquélla se mueve y acude si es llamada y como conducida por la mano del hombre; le gusta esconderse entre la humana laboriosidad. Si es justo reconocer a la legislación italiana un puesto entre las más avanzadas en el terreno de la protección a las familias, particularmente a las numerosas, no es preciso ocultar que todavía existen no pocas que se debaten, sin su culpa, entre necesidades y miserias. Pues bien, vuestra acción debe proponer hacer llegar también a éstas la tutela de las leyes y, en los casos urgentes, la de la caridad. Todo resultado positivo obtenido en este campo es como una sólida piedra puesta en el edificio de la patria y de la Iglesia; es lo mejor que se puede hacer como católicos y como ciudadanos.
[EyD, 1737-1741]
1. Cfr. Enc. Casti connubii, 31 dec. 1930, Acta Ap. Sedis a. 22, 1930, pag. 565 [1930 12 31/69].
2. Cfr. Matth. 6, 25.

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